
El Festival de Málaga llega hoy a su fin, tras una edición que ha brillado por el buen nivel medio de las películas y que, pese a partir con la losa que suponía haber cerrado un año como el 2022 que fue mágico para nuestro cine, nos ha hecho ver que en 2023 tendremos un catálogo de trabajos más que interesante. Nos despedimos del festival repasando las últimas películas que pudimos ver.

En el año 2018, una ópera prima que exploraba con humor el machismo en un mundo tan cerrado como las hermandades de Semana Santa, provocó carcajadas entre los asistentes del Teatro Cervantes y terminó llevándose el premio del público de aquella edición. Se titulaba “Mi querida cofradía” y la dirigía la debutante Marta Díaz de Lope Díaz, convirtiéndose desde aquel momento en un nombre a seguir por la frescura que irradiaba su primer largometraje. Cinco años después, vuelve al Festival de Málaga, aunque en esta ocasión fuera de concurso. Su nuevo trabajo es “Los buenos modales”: otra comedia costumbrista, con más toques dramáticos que en su anterior película, y en la que repiten tres de las actrices que tan bien funcionaron en “Mi querida cofradía”: Gloria Muñoz, Carmen Flores Sandoval y Pepa Aniorte.
“Los buenos modales” es la historia de dos hermanas que llevan años sin hablarse a causa de rencillas del pasado y que, por una inesperada coincidencia, descubren que sus nietos se han hecho amigos inseparables. La película tiene dos tramas que transcurren en paralelo y que resultan complementarias: por un lado, las hermanas Gloria Muñoz y Elena Irureta (en un papel que estaba destinado inicialmente a Carmen Maura), entre las que saltarán chispas en cada encuentro a causa del rencor y el recelo por un hecho del pasado que no se desvelará hasta el final. Por otro, la parte puramente cómica, en manos del dúo Flores-Aniorte, que interpretan a las empleadas del hogar de las hermanas y que organizarán un disparatado plan para tratar de lograr el acercamiento entre ambas. Es en ellas donde reside el encanto de la película. Carmen Flores Sandoval ya se destapó como una auténtica robaescenas en “Mi querida cofradía” y aquí, en un papel muy similar al de aquélla, vuelve a demostrar un talento para el humor desbordante. La forma en la que pronuncia cada diálogo invita siempre a la sonrisa y es inevitable coger cariño a su Milagros, tan entrometida como bonachona. El dúo que forma con Aniorte funciona de maravilla, llegando a su culmen en dos escenas en un bingo y un hospital, que resultan divertidísimas. Menos inspirado es el apartado dramático, que acaba enredado en una trama familiar demasiado culebronera. Tampoco termina de funcionar la conexión Irureta-Muñoz, a las que nos cuesta ver como hermanas y nos desconciertan sus acentos tan distintos. En resumen, una película que tiene su encanto y que es mejor cuando abraza el humor más cañí y disparatado, pero un punto por debajo de la anterior cinta de su directora.

Mucho más satisfactoria es “Las buenas compañías”, dirigida por la actriz Silvia Munt y que es otra de las grandes sorpresas de la edición. La película nos lleva al Euskadi de 1977, una época en la que, pese a que ya ha muerto el dictador, todavía continúa habiendo presos políticos en las cárceles y la prohibición del aborto condena a miles de mujeres a interrumpir sus embarazos en la clandestinidad. Es precisamente la lucha a favor del aborto lo que ejerce de tema central de la película, mostrando el compromiso de las llamadas “las once de Basauri”, grupo de mujeres vascas cuya movilización por el aborto libre supuso un antes y un después en el movimiento feminista. Munt narra con buen pulso un filme con una potente carga política, sin caer nunca en lo panfletario. La cuidada recreación de la época nos sumerge en plena Transición y nos hace compartir los ideales y la perseverancia de las jóvenes.
Sin embargo, más allá de la vertiente política, la película es ante todo una sólida historia de descubrimiento personal. Su personaje protagonista, encarnada por una muy convincente Alicia Falcó que se convierte en una de las revelaciones del festival, experimenta sensaciones que no había vivido antes en el momento en que conoce a la nieta de la dueña de la casa donde trabaja limpiando. La relación entre Bea, la adolescente interpretada por Falcó, y Miren, a la que da vida Elena Tarrats, depara momentos cuyo visionado llega a provocar pudor por la intimidad que respiran. En las escenas que transcurren en un parque de atracciones trasluce esa ilusión floreciente que surge cuando conoces a alguien y la cámara de Munt logra captar momentos muy íntimos: gracias a esta película comprobamos que compartir un algodón de azúcar puede llegar a resultar un acto muy erótico.
Sin embargo, la relación de Bea con su familia es aún más interesante. Tanto con su padre (Iván Massagué) como con su tía (Ainhoa Santamaría), Alicia Falcó comparte una escena a solas que sirven para que la hermética joven se abra por fin dejando entrever sus sentimientos y ambos encuentros funcionan como puntos de inflexión en la película, actuando como impulsos para la toma de decisiones por parte de la protagonista. El momento en que guitarra en mano, comienza el mítico tema “Nadie te quiere ya” de Los Brincos, merece ser resaltado por su belleza y por lograr una magia especial. Pero es en el vínculo de Bea con su madre donde la película termina por ser un drama de personajes muy completo. Itziar Ituño interpreta a través de la contención a esa madre sufridora y está estupenda en un rol no muy agradecido, poniéndose al servicio de la historia por encima de su lucimiento personal. La evolución de esa relación materno-filial y el cambio en cómo se ven una y otra a lo largo de la película, resulta conmovedora sin necesidad de sentimentalismos. “Las buenas compañías” es una película muy estimable y un homenaje a las mujeres de toda una generación.

Cuando se anunció la programación del Festival de Málaga, la organización se apuntó un tanto logrando la selección de la única película española presente en la Sección Oficial del Festival de Berlín. “20.000 especies de abejas” era el plato fuerte de la edición después de su exitoso paso por el certamen alemán, incluido galardón para su pequeña protagonista Sofía Otero.
La ópera prima de Estíbaliz Urresola aborda un tema poco tratado en el cine, como es el hecho trans en la infancia, y lo hace con una sensibilidad única. Como viene siendo tradición en los últimos años, el cine vasco actúa como palanca de nuestra industria y vuelve a ofrecer una de las películas imprescindibles del año. Adentrándose de nuevo en el rural, nos encontramos con una película que desarrolla la lucha interna por la identidad, desde la perspectiva de Coco/Lucía, una niña que no se identifica con el género con que la tratan, y plasma con detalle las diferentes formas con las que el entorno más cercano de Lucía reaccionará ante la situación. En los puntos de vista opuestos de su madre y abuela, y el conflicto que se genera entre ellas, se expone el choque de dos generaciones y dos formas de ver la vida. Patricia López Arnaiz vuelve a estar inmensa poniéndose en la piel de Ane, la mujer que en plena crisis matrimonial ha descuidado su alrededor y no ha sabido ver el por qué Coco no encaja con otros niños de su edad. López Arnaiz demuestra su poderío dramático y está perfecta tanto en las escenas en que derrocha cariño con sus hijos como en las que saca a relucir su dureza ante aquellos que cuestionen su modelo de familia. Como ya pudimos comprobar en “La cima” en este mismo festival el año pasado, pocas actrices aguantan los primeros planos como ella, y en el tramo final de la película, logra sobrecogernos a través de la expresión de su rostro en ese paseo por el bosque.
“20.000 especies de abejas” acusa un exceso de metraje y llega a resultar algo reiterativa, pero afortunadamente remonta en su última parte. Es en la segunda mitad de la película cuando comienza a desarrollarse la relación entre Sofía Otero y Ane Gabarain, personaje fundamental en la historia y que da pie a los momentos más bellos de la historia, que son los que comparten ambas actrices. Escenas como en la que dejan posarse a las abejas o la de un baño en el río son mostradas con una delicadeza exquisita. Gabarain transforma la rudeza que deja ver en su trato con el resto de personajes pasando a transmitir un cariño enternecedor por la pequeña Lucía, construyendo los momentos más emocionantes de la película. Esa frase demoledora pronunciada con inocencia infantil (“¿Me puedo morir para volver a nacer siendo niña?) aún retumba en nuestros oídos tras haberla visto y es una muestra muy directa del dolor que puede generar el proceso de descubrimiento y aceptación de la identidad. En una época en la que la aprobación de leyes que posibilitan adquirir derechos es atacada con furia por un sector, “20.000 especies de abejas” es más necesaria que nunca.
JAVIER CASTAÑEDA